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Los santos: con los pies en la tierra y los ojos en el Cielo

todos los santos

Estamos celebrando la festividad de Todos los Santos. Una fiesta solemne para la Iglesia que con frecuencia queda opacada por la de los Fieles Difuntos. La celebración nos debe recordar que la santidad es un llamado que tenemos todos, y no es cosa solo de sacerdotes, monjas y frailes.

El Concilio Vaticano II lo proclamó solemnemente: “Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia con la vida de tantos santos” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n. 40)

Se trata de un llamado a todos y cada uno de nosotros. No es algo en abstracto, una especie de “¡hágase!”, como un jefe que da una orden que no quiere que se cumpla. Todo lo contrario. El Concilio lo explica con claridad: se trata de una santidad que “suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena”. Es decir, que es una santidad que se encarna en la vida de las personas al grado que trasforma los corazones y sus vidas.

Nos solemos quejar: “¡Qué mal anda el mundo!”, “si hubiera más sacerdotes”, “es que la gente ya no va a misa”… Pero cabría preguntarse: “¿Me estaré esforzando lo suficiente para que Dios, con su gracia, me haga santo?”. ¿Una santidad que dignifique la condición del ser humano, por lo menos la mía y la de cuantos me rodean?

La santidad es cosa nuestra

Seguro que muchos tendrán a mano el “Manual del miembro del Movimiento Regnum Christi”. Hay un capítulo específico, el VI, que se titula “Orientaciones para la santificación de los miembros en la vida diaria”. Es altamente recomendable. En él se ofrecen unas orientaciones generales sobre lo que es la santidad, a la vez que se dan unas pautas para los jóvenes, los novios, las familias, los matrimonios, los padres y los hijos, en la infancia…

Escribía Miguel Delibes en un libro titulado “Viejas historias de Castilla la Vieja”, que los hombres de aquellas áridas tierras tienen los pies puestos en el suelo y los ojos en el Cielo. Algo así debería sucedernos a nosotros: vivir en el mundo y en sus realidades y pedir al Señor lo que los santos piden: el miedo a ofender a Dios, la vida de gracia y, sobre todo, tener amor, más amor, para que se cumpla lo que dice el Concilio: “La santidad del Pueblo de Dios producirá abundantes frutos”.

Cuando hablan los santos

En la festividad de Todos los Santos podemos recordar esas frases geniales que solo tienen ellos gracias a su experiencia. Santa Teresa de Jesús escribía en un poema: “Vivo sin vivir en mí, y de tal alta vida espero, que muero porque no muero”. Esa debería ser la paradoja de cualquier cristiano: morir por no morir para llegar lo antes posible a Dios, y vivir para amarle sin fin aquí.

Poco antes de fallecer, santo Domingo de Guzmán decía a sus frailes: “No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida”. Algo parecido decía santa Teresita del niño Jesús en otra de sus genialidades: “Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra”.

Imagino lo que cualquiera puede estar pensando en este momento: el miedo a morir. Es verdad, no es fácil vivir sabiendo que habrá de llegar ese día. Por eso, otro santo, el Padre Pío, exclamaba: “Oh muerte, yo no sé quién puede temerte, ya que por ti, la vida se abre para nosotros”. Da para pensar…

Por eso, y para que tengamos los pies en el suelo y los ojos en el Cielo, escuchemos lo que decía san Francisco de Asís: “Recuerda que cuando abandones esta tierra, no podrás llevar contigo nada de lo que has recibido, solamente lo que has dado: un corazón enriquecido por el servicio honesto, el amor, el sacrificio y el valor”.

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